Es cierto que las nuevas tecnologías, y en concreto las llamadas redes sociales, nos han dado una gran oportunidad a todos los ciudadanos en cuanto a las mayores posibilidades de acceder a la información, y también nos han dado la posibilidad de poder incrementar el uso de la palabra y la comunicación social, así como incrementar su velocidad de transmisión y circulación, a  través de esos nuevos canales, en comparación a la clásica correspondencia postal. Una gran oportunidad, pues, para que también la gran mayoría, generalmente silenciosa o silenciada, y no solo las elites intelectuales y políticas, puedan ejercitar la libertad de expresión, lo que sin duda resulta un avance democrático. Y por tanto también tener la oportunidad de que los ciudadanos puedan manifestarse, criticar e influir en la gestión de la cosa pública (la res publica). Lo que siempre incomodará al Poder.

Transcurrido ya un tiempo desde su puesta en escena podemos ya evidenciar que esas nuevas tecnologías también están generando efectos inesperados o incluso contrarios respecto a lo que se estaba anunciando cuando se introdujeron en nuestras vidas; como el llegar a desincentivar paradójicamente el uso mismo de la palabra o incluso su limitación. Lo que significaría una restricción indeseada en el ejercicio de la libertad de expresión del pensamiento, y una merma en su potencial democrático.

La palabra como una unidad lingüística dotada generalmente de significado, como es sabido sirve para expresar pensamientos (y sentimientos) y transmitir información (y datos) a los demás, y su uso es importante para la interacción social. Su correcta elección es determinante para una eficiente comunicación y es preciso aprender su uso responsable. El qué y el cómo de su uso ya está marcando el propio destino de quién la utiliza, y también el de los demás. Se podría decir que en un dialogo, en un intercambio de palabras escritas u orales, tanto el emisor como el receptor, ambos, se estarían transformando mutuamente.

El uso responsable de la palabra, y su deseable uso constructivo, en ese proceso positivo de transformación mutua, resulta más fácil cuando uno y otro están en paz consigo mismo. Escuadrarla debajo de la garganta es un sano ejercicio preventivo para ahuyentar las interferencias sombrías, ligadas a las zonas oscuras de la naturaleza humana, que esclavizan habitualmente al hombre ordinario y bloquean su capacidad creativa de generar pensamiento libre y desvelar la luz de la verdad.

No obstante, en las redes sociales se presenta hasta el momento como inevitable el tener que convivir con ciudadanos “descuadrados” y con rasgos de la personalidad definidos mayormente por la llamada “triada oscura” (poder, narcisismo, psicopatía), y con carencia de compás moral básico. Ven una oportunidad a través de esas vías abiertas para introducirse e inocular palabras (propias o ajenas) en la red, haciéndolas circular como tóxicos. Encuentran un altavoz y buscan en ellas la replicación.  Con propensión a emitir incansablemente señales de que ellos son víctimas virtuosas, -lo que en estos tiempos significaría reclamar para sí la condición de héroes- La obsesión maquiavélica por el poder, la búsqueda del autoengrandecimiento narcisista, y el desprecio psicopático por los sentimientos de los demás, pueden envenenar y envenenan las redes sociales. En muchas ocasiones prefieren revestir la forma de anónimos haters (odiadores en línea), muy alejados de la crítica constructiva y deliberadamente destructivos. Pretenden acabar con la honorabilidad de cualquier ciudadano digital, instrumentalizando y en ocasiones secuestrando sus propias palabras, que han sido depositadas en las redes sociales a lo largo del tiempo. El uso abusivo e ilimitado por parte de esos individuos de la libertad de expresión limitan y cercenan los derechos y libertades de otros ciudadanos, que son merecedores de protección.

haters

La LIBERTAD DE EXPRESIÓN tiene un sentido positivo si ayuda a través del buen uso de la palabra (o gestos) a expresar y reforzar el PENSAMIENTO LIBRE (y sus creaciones), y añado también a potenciar la convivencia social. Sin pensamiento libre la libertad de expresión queda desvirtuada, pudiendo devenir en correa de transmisión de dogmas, de vendettas y de desahogos pasionales, y proyecciones patológicas. 

Pensar es como un gran viaje al centro de la tierra en busca de la piedra oculta, es costoso, exige cavar y rastrear; y después de ese trabajo el pensador libre habitualmente tiene la necesita de exteriorizar ese pensamiento, sacarlo a la luz. Por lo que se hace preciso debatir y entrar necesariamente en controversia y dialogo con los demás ciudadanos. De lo contrario existe el riesgo de que ese pensamiento se convierta en salvaje y paranoico; y el pensador en un fanático iluminado por una verdad que solo le ha sido a él revelada.

El pensamiento libre es ilimitado y al Poder o a los poderes les interesa limitarlo. De hecho, al Poder -que sería su primer enemigo– no le preocuparía tanto limitar la libertad de expresión, sino más bien preferiría limitar la capacidad de pensar de los ciudadanos. Ya lo manifestó así el fraile catalán e inquisidor de Girona, Nicolau Eimeric, en su obra “Directorium inquisitorum” (manual práctico para los inquisidores del siglo XIV), al explicar el método para anular en el reo la capacidad de pensar. No es tanto que el reo calle o finja estar convencido; quiere que el razonamiento y el análisis sean imposibles para él, que la creencia herética sea vencida porque ya no tiene mente en la que apoyarse.

inquisicion

La capacidad de cuestionar debilita al Poder, a la estructura jerárquica existente. Destruir esa capacidad es fundamental para él; y para ello es preciso anular la mente, penetrar en ella a través de un segundo enemigo, que sería el dogma y los tabús. El Poder dentro de las mentes desarmadas de los súbditos, es lo ideal; ya que no sería él sino las masas las que defenderían el dogma. Masas dispuestas a estar en constante enfado, indignadas u ofendidas -y en ocasiones dispuestas a ser victimizadas-, que constituidas en hordas digitales escampan el miedo y el pavor entre el resto de la ciudadanía. Y aquí encontraríamos al tercer enemigo del pensamiento: nosotros mismos, el miedo. El miedo a la exclusión social (a la expulsión de la tribu) y también el miedo al ridículo; ya que el pensamiento está estrechamente vinculado al grupo social.

Las plataformas digitales devienen en comunidades de individuos con intereses, actividades o relaciones en común, en donde la palabra escrita y oral (y también las imágenes) circulan mayoritariamente. Se incrementan las comunidades de ausentes en detrimento de las comunidades de presentes. Esa palabra, en vertiginosa circulación, y en muchas ocasiones en constante movimiento impulsivo -e irreflexivo- en el seno de  las redes, tiene sus consiguientes impactos en los ciudadanos digitales que habitan en las comunidades de ausentes (“digitalianos” he querido denominarlos, como en el pasado los  nuevos habitantes de los burgos, las ciudades, se transformaron en ciudadanos, y con ello se inició el proceso de regulación de la convivencia social en un nuevo espacio urbano); y por ende en las mentes de los ciudadanos reales. El tiempo necesario para ese viaje interior en busca de la piedra oculta se acorta y se reduce su recorrido, ante la urgencia muchas veces innecesaria de respuestas aceleradas.

En las cada vez más reducidas comunidades de presentes la palabra oral aún goza de la frugalidad que no tiene la palabra escrita, que normalmente es el fruto al menos una previa reflexión; ha exigido detenerse y hacer una introspección mínima. Lo oral es efímero y lo escrito no; y permite exteriorizar y reflejar pulsiones e impulsos que después pasan al olvido. Ahora vemos como en las redes sociales la palabra escrita comparte esa misma impulsibilidad, que es característica propia de la palabra oral. La diferencia ahora es que no goza de frugalidad, quedando amontonadas en las redes; además de tener ahora un mayor alcance global. Por tanto, ya no disfrutaría de la privacidad de una discusión verbal y de la posibilidad del olvido. Lo que la deja a merced del Poder y de los distintos poderes fácticos, como de sus respectivas hordas digitales, como también a merced de otros individuos patológicos.

oral

En esa comunidad de ausentes se presencia además un proceso paulatino de una inquietante desindividualización del emisor, que de nominativo ciudadano decide pasar a ocultar su identidad, a través de diversos seudónimos o adoptando el anonimato; rechazando deliberadamente asumir la responsabilidad de sus palabras. En cuanto al receptor – incluso a terceros observadores, y que pueden ser ajenos a la comunidad de ausentes-, sufre un proceso pavoroso de deshumanización, al ser despojado de emociones y sentimientos, no otorgándole el mérito de la dignidad humana. Siendo así más fácil vapulearle sin remordimiento alguno, expropiándole su capacidad de defensa; condenándole a la angustia de verse así mismo como un mero muñeco golpeado constantemente sin poder dar respuesta alguna. 

Las limitaciones impuestas por el Poder y por los distintos poderes (externos o alojados internamente en la mente humana) se suelen legitimar normalmente en nombre del Bien, en la defensa de los declarados como débiles, o en la defensa de las diversas causas consideradas como justas; que refuerzan sus propias posiciones, ya que pretenden mostrarse ante todos, a veces compulsivamente, como sus únicos defensores, y como los valedores únicos de las víctimas reales o ficticias.  En su momento era a través de la censura institucional como se ejercía esa limitación del pensamiento, desde arriba a abajo. En la actualidad la censura mayoritariamente no es institucional, más bien es difusa, más horizontal, como “ambiente de censura”, en base “a lo considerado correcto políticamente”, siendo las masas las encargadas de ejecutar la censura efectiva a través de las redes sociales. (Pasamos de ambientes censores puritanos de carácter victoriano conservador, a ambientes censores nacionalcatólicos o nacional-populistas, o a ambientes neopuritanos izquierdistas). Con la creación de ese marco ambiental censor “de lo políticamente correcto”, lo que se estaría legitimando es el enfrentamiento personal y social en las redes y fuera de ellas y la aparición de distintos tribunales sociales paralelos de carácter inquisitorial, siendo las masas y las hordas digitales las encargadas de dictar las sentencias.

Ante ello, van surgiendo fenómenos como la previa autocensura o la poscensura. Los pensadores o creadores libres deciden limitar o recortar su libertad, renunciando a su derecho a expresarse. Pues son conscientes de que los poderes como las masas apoderadas (que no empoderadas), en su declarada lucha por el Bien y contra el Mal, y ante las dificultades de luchar contra lo injusto en el terreno que toca, que es el mundo real, prefiere desplazarse al terreno de las representaciones del Mal, y muchas veces en el ámbito de lo cultural. Es más fácil combatir las representaciones del racismo que el racismo.

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Todo ello desvela una conciencia o sensación de que el uso de la palabra en las redes sociales, y en los medios sociales y culturales, puede generar riesgos. Lo cual ya mostraría la debilidad del ciudadano, habido de sentirse como parte del grupo o tribu. Y que por sentido de supervivencia darwiniana intuye cuál es la opinión mayoritaria. Sea por miedo o sea por ser ridiculizado prefiere no expresar su propio pensamiento y sus opiniones; decide autocensurarse; y por tanto de alejarse de sus pensamientos. Ello habitualmente acompañado por otro fenómeno social que sería el del paulatino enfriamiento social (social cooling); es decir, con la autoimposición de limitar el deseo de hablar, y de utilizar la palabra en las redes sociales ante la percepción de la falta de garantías de privacidad y de control de la actividad en línea.

No es el miedo a la crítica, que sería una respuesta surgida del individuo normalmente no anónimo y argumentada sobre una opinión, un pensamiento o una obra, lo que desestabiliza y angustia al ciudadano; si no, es el miedo al linchamiento digital, el miedo a las hordas digitales, al daño personal que éstas podrían infringirles en su vida real, al traspasar la frontera de lo digital a lo real. El linchamiento digital, a diferencia de la crítica, es una respuesta colectiva, masiva e irracional, que se realiza en el nombre de ese Bien declarado y con el objeto destructivo de anular al emisor o al receptor, e incluso a terceros que no participan en esa comunidad de ausentes.

No buscan las hordas digitales -ni los haters- rebatir un argumento, si no destruir con falacias y ataques personales la reputación de quien haya expresado una opinión o utilizado palabras o cometido incluso algún error presente o del pasado cercano o remoto, que disgusta a un grupo a algún poder y que se sale de lo políticamente correcto. Suelen apelar a los sentimientos colectivos para legitimarse y acuden a la ofensa y a la indignación. La reputación, el honor y la honorabilidad son bienes personales que las hordas digitales saben que nos son sensibles, y que siendo fácilmente vulnerables permiten doblegar la mente del ciudadano; convirtiéndose así la deshonra en una forma de control social y de limitación del pensamiento libre y del uso de la palabra.

destruir

El linchamiento digital además suele estar acompañado con lo que se ha denominado la cultura de la cancelación, en la que el ciudadano además es cancelado artística o profesionalmente, como forma nueva de ostracismo. Los compromisos presentes o futuros contraídos con instituciones laborales, profesionales, culturales… son cancelados; afectando tanto a ciudadanos relevantes públicamente como a los menos relevantes; aunque en sus vidas personales estos últimos tienen que soportar los mayores costes personales.

De todo lo anterior cabría inferir algunas primeras conclusiones:

  1. Que la LIBERTAD DE EXPRESIÓN en las REDES SOCIALES no parece estar garantizando per se la expresión libre del  pensamiento; si no incluso por lo contrario,  en ocasiones sirve para limitarlo o anularlo,  en “ambientes de censura”, sean conservadores o de la derecha clerical, o sean neopuritanos de izquierda; por el temor a ser linchados o cancelados por los poderes o las masas; o por la sobreexposición de la propia privacidad ante la agresividad destructiva  de sujetos afectados en un grado mayor o patológico por la “triada oscura”.
  2. Que también podemos observar que los mismos gobiernos y parlamentos, al igual que los ciudadanos, quedan enredados digitalmente, pudiendo ser víctimas de una especie de oclocracia, de un gobierno de las masas u hordas digitales -que no del pueblo-, permitiendo que sus decisiones políticas sean influidas por las arengas o asonadas de hordas y de sus “sentencias”. Lo que en mi opinión no solo debilita nuestra democracia representativa; si no también debilita derechos fundamentales como las presunciones de inocencia y el derecho a la defensa.
  3. Que se muestra insuficiente el sistema de garantías jurídicas. El derecho a la privacidad está reconocido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su art. 12 “Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques”. Así mismo está recogido este derecho en la Constitución Española, en su art. 18, desarrollado por Ley Orgánica 3/2018, de Protección de Datos Personales y garantía de los derechos digitales. Pero todos estos instrumentos no parecen suficientes para garantizar la defensa de la privacidad y la honorabilidad del ciudadano y del ciudadano digital o “digitaliano” -palabra que me he tomado licencia de inventar-. Será necesario e inevitable hacer frente al reto por parte de los gobiernos como de los ciudadanos de intentar buscar fórmulas jurídicas y morales que ayuden a conseguir el equilibrio entre la libertad de expresión, el derecho a la información y el derecho a la privacidad y la protección de la dignidad y el honor de las personas.

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