El Templo desde mi punto de vista, es sin lugar a duda, uno de los más importantes y complejo símbolo masónico. Es más, en sí mismo, es un completo compendio de simbología que estudiar. Sin embargo, lo primero a entender en mi opinión es… ¿Por qué un templo? ¿Por qué se requiere de un lugar sagrado si la masonería no es una religión? ¿Cuál es el simbolismo representado en éste? ¿Por qué la masonería necesita de un templo para trabajar?

La espiritualización del templo, probablemente, es el primer o uno de los primeros símbolos de la francmasonería, pero no lo debemos de entender como la espiritualización dada como mecanismo de acercamiento a un dios, sea cual fuere, sino como un instrumento que nos permite alcanzar un cierto nivel de introspección a cada uno y de conexión con los demás que nos facilita y conduce hacia el progreso, hacia la elevación mental o espiritual que surge entre sus paredes.

Si nos fijamos en la construcción de cualquier magna construcción que tenemos a nuestro alrededor solo ha podido llegar a su perfeccionamiento a través de la adicción y el trabajo de muchos intelectos.

Y esta idea, se equipara casi perfectamente al objetivo que la masonería especulativa pretende: perfeccionar el templo interior de sus trabajadores, con libertad, fraternidad e igualdad y con la suma y el apoyo de los conocimientos e inteligencia de sus miembros.

Pero, en esta ocasión, quiero reflexionar y lanzar al aire unas ideas sobre un templo muy concreto y particular de cada uno de nosotros, el que a su vez contine a nuestro templo interior.

Quiero hablar de ese contenedor en el que se desarrolla nuestra personalidad, nuestro intelecto, en el que se produce nuestro crecimiento interior, y que, en sí mismo, se puede entender como otro templo de vital importancia. Tan es así que, desde las edades más tempranas de la humanidad, ha sido reflejo y ha sido portador de cantidad de simbolismo.  Un templo sobre el que no se reflexiona, a mi entender, lo suficiente y sobre el que yo quiero aportar algunas reflexiones.  Me refiero a nuestro cuerpo sin el que, al menos en esta dimensión que ahora ocupamos, no seriamos nada.

El cuerpo sí; el mío, el tuyo, el de cada uno, es de por si un templo. Un templo, y aquí desearía quitar toda connotación religiosa, al que debo de rezar porque no hay nada más sagrado que la propia vida y la de los demás.

Un templo en el que, por desgracia, no me queda más remedio que retorcerme, porque no hay nada más físico e inherente al propio cuerpo que el dolor.

Un templo en el que, en los malos momentos, me puede servir de refugio del sufrimiento y del tormento, que puedo usar para esconder la cabeza del miedo, incluso para fingir que estoy recubierto de un armazón inmune en apariencia al tiempo.

Un templo cuyo mobiliario se renueva y perfecciona con el aprendizaje, donde los sentimientos sirven de cortinaje. Un lugar en el que hay que abrir las ventanas para ventilar los pensamientos. Que corra el aire, que del viento también aprendo.

Un templo en el que puedo reflexionar y meditar cuando necesito decidir qué camino, en concreto, debo tomar, en el que puedo celebrar el fracaso o despreciar, a veces, el éxito de mis decisiones. Un lugar en el que regar el huerto que cultivo cada día. Un lugar en el que poder comer tranquilo mientras la tormenta descarga sobre tu techo.

Un templo en el que puedo reír para disfrutar del momento o, si lo necesito, dejar que el eco de las carcajadas me acompañe a mi aislamiento.

Un templo que me abraza con sus paredes únicas e irrepetibles, las mismas en las que decoro con ahínco mis vivencias, en las que las cicatrices de la vida dan forma a su paisaje. Paredes que recogen las grietas que filtran la luz de mis experiencias y en las que, con gotelé, están pintadas algunas de mis decisiones. Paredes donde dibujo, con fuego, con sangre o con tinta, aquellos recuerdos que quiero guardar para siempre. Paredes que, con el paso del tiempo, con las buenas y malas experiencias, con las buenas y malas compañías, se desconchan, se arrugan y envejecen y que, paulatinamente, van perdiendo su flexibilidad y tersura, tan poco a poco, que la naturaleza me hace ver como que no ocurre, hasta que es demasiado tarde.

Hay templos sin adornos, austeros. Otros que, a entender por cada uno, abrazan un particular concepto de arte que los recrea en el más puro simbolismo. En un extremo están los que se adornan de manera minimalista, en el otro podemos encontrar algunos que parecen que, sufriendo de complejo de Diógenes de ideas, de recuerdos, rozan lo excéntrico, lo estrambótico, lo barroco. Y entre los dos extremos encontraremos de todo.

El cuerpo es un templo, el mío, el tuyo. Templos muy diversos y diferentes, con estructuras más anchas o más estrechas, más altos o más pequeños, de un color más claro o más oscuro, más espigado o más redondeado, pero todos cuerpos con la misma función; la vida.

Templos que se creen más templos solo por el material del que se abastecen sus cimientos.

Templos que desprecian a otros por el color de su fachada, por la redondez de su portada, por la desigualdad de sus ventanas, por los diseños que guardan.

Templos que se creen más templos porque a lo único que aspiran es a adornarlos, con los métales que se deberían dejar fuera del templo.

Templos que se sienten singulares porque la suerte los ha situado en las más altas montañas.

Templos que se enfrentan a otros templos porque sus constructores y arquitectos aspiran a que sean los más grandes entre todos los templos.

Templos que se admiran y que sirven de modelos por sus estructuras, sus paredes lisas y sus altos techos. Templos que se olvidan de que su belleza reside en habitar un templo y que no despiertan a que el tiempo a todos iguala y que todo lo cura. Templos que se centran en su belleza exterior sin que atisben a ver lo acogedor que puede llegar a ser su centro.

Templos que lloran porque nunca serán como los anteriores y envidian a esos portentos que posan en los catálogos de arquitectura. Templos que envidian la superficie, las paredes, los ornamentos de otros templos.

Templos que se reforman y crecen en historia y conocimientos. Templos que se reforman, pero que se pierden entre sus lamentos. Templos que todavía no saben que son templos.

Templos que se mezclan y se fusionan con otros en un acto que algunos califican como mundano, deshonesto y profano, pero que, en realidad, es nuestro sustento.

El cuerpo es un templo, el tuyo, el mío y cada uno de ellos ocupa su espacio en el universo. ¿Qué tal si te llamo y te enseño dónde me encuentro?

El cuerpo es un templo destinado al culto de la vida, a la divinidad del momento; y en él me templo.

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