La razón está presente en muy pocas de nuestras decisiones, pero es en las más importantes que recurrimos a ella. En el día a día actuamos por instinto, por inercias, por costumbres basadas en nuestra experiencia, y ya las hemos interiorizado. Y muchas de estas experiencias son resultado de un ensayo-error que hace que estemos donde estamos ahora, felices como estamos en el momento de tomarlas. Lo que en psicología llaman condicionamiento. Es en decisiones que consideramos importantes, trascendentes, irreversibles, cuando apelamos a la razón. O en aquellas en las que tenemos que convencer a alguien de algo.
En primer lugar, está la razón como la facultad que tenemos de pensar. Pero, en segundo lugar, y es sobre lo que me gustaría que reflexionásemos, me gustaría tratar aquella faceta de la razón que es la carga de legitimidad a la hora de escoger una opción o tomar una decisión. Y ejecutarla en consecuencia, sin dudar, por lo menos hasta que podemos ver el resultado. Ya sea de manera individual (en cuyo caso quizás solemos hablar de “hacer las cosas con sentido”) o de manera colectiva (en cuyo caso hablamos de “tener razón o no”). Pero la razón descansa sobre otro concepto, la verdad, que es la coincidencia entre la realidad y lo que se afirma, lo que se dice de ella. Es imprescindible que el uso de la razón vaya acorde con la verdad, puesto que una serie de argumentos pueden ser correctos desde un punto de vista lógico pero que alguna de las premisas sea falsa. Algo así como que es correcto sospechar que llueve cuando llega alguien con el pelo mojado, pero quizás solo acaba de salir de la ducha y no llueve. O quizás también llueva, pero lleva paraguas y el pelo está mojado porque sí, acaba de salir de la ducha. No pretendo ahondar más en conceptos y ejemplos triviales que abochornarían a alguien que sepa más de lógica que yo, no porque lo que haya dicho sea falso, sino porque a lo mejor es obvio y evidente. O infantil.
Lo que me interesa es que, usando la razón, sea en ausencias de verdades, con medias verdades o con verdades completas, las sociedades siempre han impuesto una determinada visión de las cosas. Y la legitimidad de imponer esa visión ha tenido muchas fuentes a lo largo de la historia, de lo más variadas. Y la sigue teniendo, a pesar de los temores de muchos a la Posmodernidad. Sócrates, el bueno de Sócrates, utiliza la mayéutica, su famoso arte de llevar al interlocutor por sí mismo a la verdad, como una fortaleza propia, como una ventaja personal frente al resto y el Logos pretende ser esa fuente de legitimidad, dada en herencia a Platón, a Aristóteles y compartida con casi… ¿dos milenios? de pensamiento “racional” en Europa. Con anterioridad a estos, Darío, Jerjes y Ciro, justificaban la hegemonía del Imperio Persa con el designio de Dios, Ahura Mazda. La mentira, faltar a la verdad, era un atentado contra el monarca y Dios mismo, e implicaba la muerte dolorosa. ¿Pero qué verdad? Cuesta no hacer un paralelismo con la blasfemia judeocristiana: el atentado contra lo sagrado o la blasfemia en el islam. A lo mejor la democracia ateniense dejó cierto margen a sofistas, que se atrevieron a contradecir, a veces hasta el absurdo, algunas “verdades” hasta entonces dadas por indiscutibles. Pero la expansión alejandrina y el Imperio Romano recurrieron de nuevo a sus fuentes de legitimidad, SU razón, para imponerse de nuevo a sangre. La subyugación de numerosos pueblos bajo el poder de Roma tuvo una primera motivación puramente colonizadora y extractora de riquezas de tierra conquistada. Pero la legitimidad para imponer una razón propia también está presente: no se impone una manera de pensar porque los romanos piensen de esa manera, se impone una manera de pensar porque es LA MANERA de pensar, la manera civilizada. Y esto es así no solo en lo intelectual, sino en lo más material: su modelo era bueno porque era el que se había podido imponer, era superior. La mejora militar, la eficiencia económica, la logística de vías, las cloacas, en definitiva, todo lo exportable y… ¿aceptable? se termina imponiendo. En lo intelectual y en lo material. La verdad, con razón o sin ella, sea emanando de la divinidad, de la superioridad dialéctica, de la autoridad militar, del (ahora ya sí) corpus literario que comienza a acumularse en bibliotecas y monasterios, o bien sea desde del puro “utilitarismo social”, sigue avanzando, sigue abriéndose paso. O por lo menos la idea de razón y verdad. Incluso la escolástica cristiana de la Edad Media se vale, sin necesidad y de manera sincera, de la razón para respaldar la creencia. San Agustín respondía a los fideístas “Intellige ut credes” (Comprende para creer) y a los racionalistas “Crede ut intelligas” (Cree para comprender). Y si antes he abochornado a los filósofos ahora quizás he abochornado a los historiadores, también por la poca profundidad de los temas tocados. Pero eran necesarios para reflexionar sobre una crisis de conocimiento en la Modernidad, de la que me quiero valer para presentar el debate que me interesa.
Ver caer Constantinopla, descubrir América, levantar la mirada hacia un universo cada vez mayor y desconocido potenciaron el desplazamiento de “el Centro”, como concepto. O peor aún, algunos como Bruno sugirieron su ausencia. Y sin centros, ¿dónde puede residir la legitimidad a la hora de decidir o imponer algo? ¿Sobre qué base podemos construir? Los nominalistas, principalmente ingleses, pusieron en duda la existencia de universales, aquellas ideas detrás de todo lo que podemos percibir. Mataron el mundo de las ideas de Platón, quemaron la Caverna de las Sombras del mito, que nos hablaba por una parte de los entes que percibimos por los sentidos (sombras) y por otra parte de las ideas que percibimos con el razonamiento (los objetos, más puros). Entre estos: Bacon reformulando el Orden, enfrentándose directamente al Órganon aristotélico, o Guillermo de Ockham priorizando la explicación más fácil sobre la difícil, valiéndose de la metáfora de la navaja. El pragmatismo y utilitarismo anglosajón, aunque obviamente no solo estos, pusieron en duda siglos de Progreso. Y es que ¿qué clase de Progreso podemos hacer si no tenemos un centro en el cual referenciarnos? ¿Cómo usar una plomada sin pared o un nivel sin una base?
En la Europa continental quisimos seguir siendo gente de fe en la razón y en la verdad. Aceptamos que no era cierto que el centro se hubiese perdido: simplemente habría que reformular y sobreformular y ser más laboriosos para seguir construyendo esta legitimidad basada en la razón. A la Iglesia no le fue mal, seguimos teniendo nuestras dinastías reales bajo su Protección y recién habíamos expulsado al islam de Europa Occidental. Y había que seguir civilizando América, por lo que no era momento de retroceder en este Progreso que nos habría llevado hasta aquí. El análisis en clave de progreso es ciertamente posterior, por ejemplo, de Comte, pero el comportamiento es el mismo. Así pues, se abre la época del racionalismo continental contra el empirismo inglés. La deducción contra la inducción. De nuevo, estoy siendo simplista y reduccionista, pero estas diferencias son significativas para lo que quiero exponer. Y es que, poco tiempo después, unos señores bien vestidos deciden reunirse en tabernas, londinenses, pero con seguridad no solo londinenses, para comer, brindar y a través de unos cuantos pergaminos emular a las Logias de canteros que durante el medievo levantaron los… monumentos más importantes que nos han llegado.
Y esta nueva Sociedad es ciertamente categórica. Retomemos el Problema de los Universales, una vez más, desde la perspectiva nominalista, puesto que en Inglaterra es donde nace la F.·.M.·.: el nominalismo inglés defendía que detrás del azabache y del carbón no existe el universal o la idea de “negro” o la “negrez”. Defendían que el universal de negro, si existe, es algo posterior a nuestro análisis, un constructo que diríamos ahora, no algo que los dos materiales hayan necesitado para existir. Dijo siglos después John Stuart Mill: “No hay nada general, salvo nombres”. Es pues paradójico que la F.·.M.·. sí que utilice tantos universales: EL Arte Real, EL Gran Arquitecto del Universo, La Luz Eterna, la Sabiduría, la Fuerza, la Belleza. O El Progreso de la Humanidad. ¿A qué Progreso nos referimos? ¿A qué Humanidad o Sociedad? Ya asumimos de inicio que la buena vía es la nuestra. Pero todavía venía más: si en su inicio la F.·. M.·. inglesa ya se alejaba un poco de este empirismo o “pragmatismo” (remarco el entrecomillado), todavía se potenció en Francia con la Ilustración y el Imperialismo Francés (que por cierto no entra en contradicción con la propia Revolución, sino que se retroalimentan).
Esta lucha entro lo Absoluto y lo Relativo es la que me interesa traer a Logia hoy. Lo Absoluto contra lo Relativo, el Racionalismo contra el Empirismo, lo General contra lo Particular. Por ejemplo, a la hora de realizar un juicio, ¿debemos tener una idea preestablecida (sea de valor, de utilidad, estética) y mirar si el objeto de juicio encaja en ella? ¿No sería esto un prejuicio? O, por el contrario, ¿es la suma de infinitos objetos los que nos deben llevar a esta idea o idealidad? Los pasajes históricos y filosóficos anteriormente citados son juegos de niños en comparación a la Posmodernidad y a la muerte del “Sujeto Moderno”. Algunas expresiones refiriéndose a la Posmodernidad son terroríficas, como el concepto de Bauman de “modernidad líquida”, que nos explica cómo los conceptos hoy se derriten y se escapan, o “la caída del meta relato legitimador de la razón” de Lyotard, que nos habla de la Posmodernidad como la época de la ausencia de relato. La Posmodernidad negaría cualquier relato, o todos serían válidos. Juguemos a extremos: ¿por qué deberíamos permitir que el análisis marxista configure la realidad social y no permitir que sea el libre mercado quien la configure? ¿Por qué Boticelli tiene que ser objetivamente mejor que Warhol? ¿Vivimos en la era de la diversidad, hacen falta patrones? Y la más importante, ¿por qué por mucho que empujemos al extremo la pregunta, siempre seguimos estando de acuerdo en algunas cosas? Pocas, pero suficientes. ¿Cuáles? ¿Podemos recuperar, si es que nunca la hemos perdido, la legitimidad de la razón? ¿Qué verdad es la que hay que encontrar?
Antes he citado la plomada y el nivel, herramientas presentes en ambas columnas, y la ansiedad que produce el no tener una pared o un suelo sobre el cual colocarlas, como metáfora de ausencia de verdad absoluta sobre la cual Afirmar. Afirmar, en mayúscula y sin predicado. Afirmar. Creo que solo nos es posible afirmar teniendo en cuenta la gradualidad de la realidad, y una coherencia interna. La regla de 24 divisiones tiene esa gradualidad, esa coherencia consigo misma. Cada división depende únicamente del resto de divisiones. Lo único que puede ser “racional” y que puede ser afirmado son características internas a la afirmación como la coherencia (ausencia de contradicciones), cohesión (relevancia entre elementos) o concisión (eficiencia y la economía del lenguaje). Herramientas de las que servirse para afirmar distintas verdades, cuyo conocimiento anterior puede estar en duda. Y creo sí que es posible acercarse a un conocimiento y una verdad absolutos, pero el único paso firme que podemos dar es el anterior. La verdad va descubriéndose a medida que abrimos nuestro campo de visión y que aprendemos nuevas cosas, aunque la manera de acercarse es paradójicamente bastante relativa. ¿Qué es pues lo que nos mueve? Una intuición. Mágica, artística, emocional, primitiva que no tiene que ver directamente con la racionalidad.
Entonces, ¿es este Progreso al que nos referimos el correcto? ¿Por qué todos abogamos sin pestañear por los Derechos Humanos? ¿Por qué nos consideramos hijos de los logros conseguidos? ¿Estamos dispuestos a revertir el orden establecido sin falta de alternativa? ¿Es el caos que resultaría algo deseable? Las ideas se acaban imponiendo. La razón de la fuerza se come a la fuerza de la razón. Y el poder, el imperio, la superioridad es quien termina decantando la balanza. Aunque sea en su manera más fina y delicada, pero igualmente perversa: la persuasión. No hago un juicio moral. La propia democracia es a ratos solo la garantía de que una mayoría no acabará con el Poder, Poder que a su vez teme a otro posible poder futuro. Y creo que, en cuanto a luchas de poder, no nos vienen décadas fáciles.
He dicho.