“Había un cabaret y había un maestro de ceremonias, y había una ciudad llamada Berlín en un país llamado Alemania. Y era el fin del mundo y yo bailaba con Sally Bowles y ambos estábamos dormidos”.…

¿Nos preocupa el ascenso del fascismo, queridos Hnos.·.? “Aquí no hay nada de que preocuparse, aquí la vida es bella, las chicas son bellas, los chicos también, incluso la orquesta es hermosa”… ellos tocarán las notas que llevan de la libertad al autoritarismo.

Ya en los primeros minutos, en todas las versiones, y hay muchas, se le presenta al espectador el mensaje que quiere transmitir de forma brutal: dentro del Kit Kat Club transcurre la vida frívola que quiere ignorar lo que sucede fuera, sus personajes bailan, aman y viven ajenos al ascenso del Partido Nazi. Durante un tiempo sus peculiares lugareños lo consiguen pero, tarde o temprano, los personajes se verán atrapados por la realidad y su pequeño mundo desaparecerá engullido por la vorágine.

Los protagonistas de Cabaret no son los protagonistas de las distintas historias amorosas que trata, ni la panoplia de personajes de la vida nocturna con quienes se encuentran, ni tan siquiera el omnipresente Maestro de Ceremonias que pasa de burlarse del nazismo a colaborar con él (en algunas versiones se limita a aceptarlo con resignación). El protagonista de la obra es una historia mil veces repetida, el escapismo, la negación del ascenso del autoritarismo hasta que ya es demasiado tarde para frenarlo. Cabaret es, ante todo, un paseo musical por un cuento que narra la seducción, apenas inapreciable salvo por quien realice un previo ejercicio de reflexión, del fascismo.

Los espectáculos de Cabaret arrancan de los tiempos del Mouline Rouge, en Francia, en las postrimerías del S. XIX. Olvidaos del recato y el conservadurismo con el que imaginamos aquella época; todos eran bienvenidos, cualquiera que fuese su orientación sexual y su modo de vida. Podría decirse que fue una gloriosa antítesis de la mojigatería de la británica Época Victoriana que, por otra parte, ya estaba llegando a su fin.

Alemania imitó el ambiente parisino e importó este nuevo género; al principio se trataba de una versión más edulcorada y conservadora, pero a partir de los años veinte floreció, incluso, con más vehemencia que en Francia.

Estamos ante una explosión creativa, ante un ambiente que enarbolaba tanto el feminismo como los derechos del colectivo LGTBI +; estamos en la época de la liberación sexual donde incluso podemos encontrar formas primitivas de lo queer y lo transgénero. Son los tiempos en los que el judío Magnus Hirschfeld funda el Instituto para el Estudio de la Sexualidad, pionero en los estudios transgénero.

Pero el cabaret de aquellos felices años no sólo era frivolidad, también, mediante canciones satíricas, criticaba el autoritarismo (en alguna versión la obra comienza, precisamente, expulsando a un nazi de un cabaret).

Huelga decir que los nazis se mostraban indecisos respecto a todo esto (como le pasaba en España a los gerifaltes del franquismo), es decir, lo condenaban por el día mientras que por la noche eran asiduos clientes. Una de las famosas imágenes de la quema de libros por nacionalsocialistas es, precisamente, la de la quema de los libros del Instituto

La contradicción entre el mundo liberal del cabaret y la mentalidad nazi, dio lugar no sólo a quema de libros y, posteriormente, a la brutal represión. También nos dejó perlas como “el museo del arte degenerado”, en el que el Arte Romántico y Neoclásico (propio de los arios, según los que se decían arios, claro está) se contraponía al arte conceptual y abstracto de la nueva época y que aquel incipiente partido consideraba degenerado y propio de judíos (sí, esto último tambiérn era, para ser, malo).

Una vez más, el autoritarismo, antes de lanzar sus bombas y enviar a sus soldados ataca la cultura y los avances sociales. En su mente enferma, valores como la igualdad o la libertad no son dignos ideales; son algo que debe ser erradicado, incluso, del arte. No sabemos muy bien cómo, ellos, los fascistas, han decidido qué es lo que hace daño y lo que beneficia a la patria (a su idea de patria, que pocas veces tiene que ver con las necesidades reales de sus habitantes) y pocas voces osan señalar el sinsentido sea por miedo o por dejadez.

Todo este ecosistema de nuevas libertades y nuevas ideas se derrumba cuando, finalmente, los nazis toman el poder. Christopher Isherwood había viajado a Alemania en busca de aquel mundo vibrante y se encuentra con su ocaso; regresará en 1933 a su Inglaterra natal y en 1939 escribe la novela de tintes autobiográficos “Adios Berlin”, en la que se basa Cabaret.

Se trata de una instantánea del momento de la caída, ese momento crucial en el que algunos aún no son conscientes de que su mundo se acaba y continúan, ingenuamente, celebrando; mientras, el espacio antes ocupado por la libertad se ve invadido, silenciosa e irremediablemente, por oficiales nazis (aunque no adelantemos acontecimientos, nuestro maestro de ceremonias aún no ha anunciado el fin del espectáculo)

Junto al triángulo amoroso protagonizado por Sally, Clifford y Ernst tenemos varias subtramas. Una de ellas es la de la historia de amor otoñal entre la dueña de la pensión y un comerciante judío (en la película se sustituye por la historia de amor de un cazafortunas judío y una rica heredera). Quizás el señor Schultz’s sea el más ingenuo de los personajes, cree que el nazismo es una moda pasajera, por eso no da demasiada importancia a los ataques a su local y decide, previendo que todo seguirá bien, pedirle matrimonio a la dueña de la pensión, la señora Schneider. Si bien el optimismo es una virtud, cuando estamos ante el totalitarismo se vuelve en nuestra contra y nos vuelve un blanco fácil.

En la fiesta de compromiso que celebra la pareja, Herr Fritz (que en alguna obra de teatro efectúa su primera aparición leyendo el Mein Kampf) advierte a la prometida de los peligros de casarse con un judío. Acto seguido muestra su verdadero ser, con simbología nazi canta una canción, cuando menos inquietante, que imita un himno del tercer Rich pero cantada de forma melosa; describe Alemania de forma bucólica (quizás los cuadros de paisajes que tan mal pintaba Hitler la inspiraron) y repite como estribillo “el mañana me pertenece”; las intenciones son claras cuando el villano canta “oh patria muestrános el signo que tus hijos estuvieron esperando”. Esta canción, a pesar de ser escrita por dos judíos, fue sospechosa de antisemitismo; supongo que el hecho de que la La Liga Nacional Socialista, una organización

neonazi estadounidense, tomase en su honor como eslogan “el mañana me pertenece” no ayudó a disipar las sospechas, aunque sí deja claro lo poco avispados que pueden llegar a ser ciertos sectores de la sociedad (no es muy diferente a cuando en España una youtuber de extrema derecha cantó una canción de un grupo de Ska anarquista cuyo verdadero significado antifascista desconocía).

La canción está bellamente escrita, casi tanto, que puede hacernos olvidar que es una canción cantada por nazis (al menos en la ficción y en los locales de la mencionada Liga Nacional Socialista) y ese es el verdadero peligro de las palabras vacías de los fascistas. Son hermosas, encierran bellas promesas, pero son falsas, son el veneno vertido en el mejor de los vinos para que lo bebamos sin titubear; intentan convencernos de que el peligro son los otros y fingen abrazar ideales como patriotismo, libertad (no indican para quién) y progreso económico (aunque luego en la realidad no les cuadren los números ni “afinando” las cuentas con una motosierra); pero si no caemos en su charlatanería, si analizamos su discurso críticamente, llegaremos a la conclusión de que el único peligro son ellos.

La señora Schneider, apolítica durante toda la obra, por miedo, rechaza al comerciante judío (casarse con él conllevaría perder su pensión, cuando no su vida). En este momento, la anciana canta sobre lo fácil que es para los jóvenes luchar por elevados ideales y sobre como junto con los años viene la decepción y ya sólo nos limitamos a desear que las cosas no empeoren. No es una cobarde, ni una ingenua, simplemente, tras una vida marcada por la Primera Guerra Mundial y las privaciones, ha elegido sobrevivir.

Siguiendo con el tema judío, otra canción polémica es la entonanda por el Maestro de Ceremonias mientras baila con una simia.

Habla en un primer momento de vivir y dejar vivir, de que quien lo critica dejaría de hacerlo si viese a su amada con los ojos que la ve él; sin embargo, todo se torna perturbador cuando dice: “si la viéseis con mis ojos ni siquiera os parecería judía”. Este final, en la que el judío y el primate son comparados lo podemos interpretar (según la versión, pues en algunas se representa al maestro de ceremonias como víctima y en otras como verdugo) como una sátira del racismo pero también como una plasmación de la deshumanización del otro.

Desde siempre, se ha deshumanizado al enemigo; de este modo es más fácil matarlo sin remordimientos; el grupo contrario de repente se convierte en un todo homogéneo y abyecto, por lo que debe ser exterminado (da igual que se trate de un soldado, de un niño o de un anciano, pertenece a ese grupo, debe ser eliminado por algo que el fascista considera “un bien superior”).

No falta tampoco una crítica a la desigualdad social con la canción “Money”, que canta el maestro de ceremonias cuando Clifford, debido a la necesidad, acepta la oferta de Fritz para ser contrabandista (simplemente se habla de ir a buscar una maleta a París).

Esta canción es interpretada en la película de forma divertida; sin embargo, en el teatro se suele interpretar de forma más sombría, pues habla de como los altos ideales, incluso el amor, ceden ante la extrema necesidad mientras que los dueños de todo siguen impávidos su camino, sin ni siquiera cuestionarse la moralidad de sus actos. Unos pocos acumulan capital mientras muchos sólo obtienen miseria, sin embargo, son estos los que mantienen el sistema que produce la riqueza, los que hacen que el engranaje gire.

Llega la canción del final de la historia de Clifford y Sally, “Cabaret”. Sally está embarazada, ya sólo están ella y Clifford, que sin importarle de quién es el hijo le propone irse a Gran Bretaña. Pero Sally acaba abortando y se queda en el Kit Kat Club, inconsciente del peligro que el nazismo supone para ella y su entorno.

Esta canción, cantada con amabilidad por Liza Minnelli, es entonada con rabia y desesperación, incluso desafinando, en las versiones teatrales pues es, en realidad, una canción de derrota y preludio de la muerte.

El telón está a punto de bajar ya, “Wilkommen, bienvenue, welcome. Aquí están todos los problemas. Aquí la vida no es bella, y la orquesta está muerta. Y estábamos dormidos”.

En la versión de los 90 el maestro de ceremonias se quita la gabardina y muestra el uniforme del campo de concentración con el triángulo rosa que marcaba a los homosexuales; el personaje se vuelve una víctima porque asumió, como Herr Schultz, que el nuevo sistema no se volvería en su contra.

En otras interpretaciones se nos muestra como una figura seductora del fascismo que es a la vez víctima y verdugo; así, en la película Joel Grey es un libertino grosero pero divertido que se adapta a un régimen siniestro manteniendo su jovialidad (esta ambivalencia ya lo vimos en la canción del gorila, en la que no sabemos si parodia a los nazis o deshumaniza a los judíos).

Quizás la versión más siniestra es la de hace unos años, la de Eddie Redmayne, en la que se comporta como una marioneta durante toda la función para finalmente aparecer vestido con el uniforme nazi; encarna la seducción del fascismo que insta a Clifford a formar parte del nuevo orden nazi, pero el escritor lo rechaza y el Maestro de Ceremonias le rompe el cuello (“adiós a Berlín, adiós a Sally Bowels, llegó la hora de despertar del sueño”).

Finalmente, la cámara se desliza hacia el público, nos muestra la nueva clientela, los nazis. Un mundo fue sustituido por otro sin que ni el espectador ni los personajes se diesen cuenta, aunque la amenaza fue patente durante toda la representación. Nadie dijo nada, nadie quiso ver las señales, nadie vio el peligro de coquetear con el lado oscuro del ser humano.

He comentado que son múltiples las versiones de cabaret, he de añadir que cada una es más sórdida que la anterior. Comparemos, por ejemplo, la versión más amable de la película protagonizada por Liza Minnelli con la perturbadora versión del 2024, más parecida a una obra de terror en la que el maestro de ceremonias parece una marioneta cuyo cuerpo dibuja una esvástica. Es esto, quizás, un recuerdo de que el terror del fascismo es más plausible ahora que en los años 60.

El Cabaret, tras unos años dorados, vuelve a estar hoy en peligro, un peligro para el que aún no tenemos nombre pero que nos recuerda que la historia no se repite pero rima.

Había un cabaret y todos éramos el maestro de ceremonias, y había muchas ciudades y muchos países, y es necesario despertar

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