Junto a la divisa “libertad, igualdad, fraternidad” encontramos en el artículo 3 de la Constitución de la C.·.I.·.L.·.E.·. el principio de laicidad.
Algunos ven necesario diferenciar entre laicidad y laicismo, la primera implicaría el respeto mutuo entre el estado y la religión (o mejor dicho, los poderes religiosos) mientras que el segundo se referiría a la indiferencia del estado hacia la religión. Si bien a nivel semántico puede dar lugar a interesantes reflexiones, tal diferencia entre ambos términos se difumina si nos preguntamos si un verdadero respeto mutuo entre ambos mundos no implica, de facto, que los poderes terrenales se desentiendan del fenómeno religioso tal y como pregona el laicismo, lo que derivaría en un estado laico.
La historia de la humanidad es una lista de civilizaciones dominadas tanto por el poder político como por el poder religioso que, si bien cooperaban para mantenerse en la cúspide de la pirámide social, también se contraponían por el intento de monopolio de ese mismo espacio.
Aunque recientemente se ha desechado que las ciudades sumerias fuesen regidas por un rey-sacerdote, al menos por el momento, todo parece apuntar a que un incipiente clero y un incipiente poder político se aliaron para alzarse como dirigentes de estas primeras ciudades controlando ya desde un primer momento los excedentes de la producción.
En Egipto el clero de Amón y el rey mantenían un pulso constante; y digo rey y no Faraón pues tal término no era reconocido por los egipcios y nosotros lo utilizamos tan sólo porque aparece en los textos hebreos que narran la historia de Moisés, sin dejar muy claro si se utilizaba como nombre propio o como título; sirva esto como indicativo de la influencia que tiene la religión incluso en el mundo académico imponiéndose un término de dudosa procedencia al aparecido en los textos de la época.
Otro ejemplo de esta suerte de socios con intereses dispares pero condenados a entenderse lo personificaron el Emperador y el Papa desde el Medievo hasta la formación de los Estado-Nación que acabó ocasionando el declive de ambos.
Según el momento, los poderes religiosos apoyaron regímenes políticos (como el caso de la dictadura franquista) o un gobernante usó un determinado credo en una provechosa relación para ambos (sirva de ejemplo el caso de Constantino, en el que el emperador conseguía la legitimación que las leyes romanas no le daban y los obispos veían como su credo contaba, por fin, con el apoyo del Imperio).
Históricamente los poderes temporales encontraron su legitimación última en lo religioso. Así, el rey de Egipto era la encarnación de Horus, los reyes y algún caudillo lo fueron por la gracia de dios, el territorio de un rey excomulgado podía ser conquistado de forma legítima, Portugal y España se reparten el mundo con una bula papal de por medio, el califa de antes y los gobernantes actuales de Arabia Saudí son supuestamente descendientes de Mahoma y en el Tíbet feudal gobernaba una supuesta reencarnación de Avalokitesvara (Buda de la compasión).
Pero además de una legitimación, en ocasiones, los poderes religiosos dan un paso más y apoyan un régimen desde un punto de vista material. Dejando de lado a la época en la que el Papa actuaba como un señor feudal con ejército propio (hoy en día sigue siendo jefe de estado), encontramos, en la España republicana, que no fueron los golpistas los que buscaron a la iglesia para tomar el disfraz de “guerra santa” sino que fue esta la que acudió a su encuentro tanto a través de clérigos navarros luchando en las filas de los requetés como por medio de notables clérigos como el obispo de Salamanca Enrique Pla y Deniel (con pastoral por medio) y alguno más que declaraban el golpe de estado Cruzada (aunque, todo hay que decirlo, el Vaticano se mantuvo prudente).
Podría pensarse que con el paso del tiempo y el avance de los estudios sobre la formación de los entes políticos y los poderes que los gobiernan tales justificaciones cayeron en desuso. Y así es, por norma general. Sin embargo, sigue vigente, de forma más o menos palpable, una enorme influencia de los dogmas religiosos en la vida social y política.
No es necesario ir a Arabia Saudí para que una ley encuentre su razón de ser en un libro sagrado con las terribles consecuencias que todos conocemos (las mismas que en Irán, mucho más presente por este tipo de noticias en los medios). Hace poco veíamos en la prensa como un candidato a jefe de estado enfocaba su campaña electoral en atraer a distintas confesiones religiosas (adoptando para ello, como parte de su programa, propuestas cuya justificación se encuentra en las creencias de estos grupos); en España un concordato al que ningún gobierno parece dispuesto a ponerle fin da a la iglesia católica un trato de favor tanto desde el punto de vista económico como social; en Italia esa misma iglesia es un poder en la sombra (o más bien en la semisombra) y en USA lo son los evangélicos.
Nuestras constituciones tienden al laicismo, o al menos al aconfesionalismo; pero, más allá del papel, cabe cuestionarse si hubiera tardado tanto en promulgarse la ley de la Eutanasia, entre otras, si no fuera por la oposición a la misma de ciertos sectores religiosos; la enseñanza concertada, que recibe dinero público, está en su inmensa mayoría en manos de órdenes religiosas, los privilegios impositivos de la Iglesia Católica están a la vista de todos…
Si desde antiguo el poder político y el religioso coexistieron y colaboraron en una relación en ocasiones tensa, también desde antiguo hubo voces que se alzaron en pos de una separación entre lo espiritual y lo terrenal. Si nos limitamos al Occidente Cristiano, en el siglo V aparece la “teoría de las dos espadas”, curiosamente enunciada por el papa Gelasio (cabría aquí analizar si no influyó la necesidad de distinguirse de Bizancio y su cesaropapismo o que en ese momento el poder temporal intentase dominar al espiritual). La separación entre trono (y los reyes tenían una última legitimación de carácter religioso incluso para quienes defendían la separación entre ambos poderes) y el altar se comenzó a plantear de modo formal en el Renacimiento; no obstante, habrá que esperar a la Ilustración para que estos cuestionamientos teóricos se materialicen en hechos.
La separación entre ambos poderes se plasma hoy en muchas constituciones y leyes positivas de numerosos estados; sin embargo, aún hoy, la influencia de las creencias mayoritarias influye notablemente en la vida social y política de un país. Es necesario reconocer aquí que las religiones son fenómenos sociales y, por tanto, al igual que influyen también reciben influencia de la cultura en donde se implantan (así podemos encontrar el controvertido velo islámico que a su vez los islámicos tomaron influidos por las tribus preislámicas).
El laicismo no implica una persecución del fenómeno religioso, sino la oposición firme a que, en las actuales sociedades plurales, con miembros de distintas sensibilidades, una religión en particular imponga de forma más o menos velada sus normas debido a su vínculo con los poderes terrenales. No se trata de quemar iglesias, sinagogas o mezquitas, sino de que las distintas confesiones operen exclusivamente en relación con sus fieles sin que el estado sufrague (más allá de la normativa derivada de la conservación de un patrimonio histórico y artístico que debería ser de titularidad estatal) gastos derivados del culto de sólo una parte de sus ciudadanos.
La postura de la masonería también evolucionó en lo tocante a este tema desde su creación; hasta el punto de que se pasó de “Un masón… nunca se convertirá en un estúpido ateo” como pregonaban las Constituciones de Andersen a que ateos y agnósticos adornen las columnas de logias de la masonería adogmática. Aunque lo cierto es que no es necesario ser ateo para defender estados laicos pues, como se ha dicho, no se persigue al fenómeno religioso, sino la influencia de los poderes espirituales en el poder terrenal; considero que la defensa del laicismo está más relacionada con la tolerancia y el principio de igualdad que con la falta de creencias pues, en una sociedad plural, con gentes de diversas creencias, la preeminencia de una de ellas deja al resto en una posición de ciudadanos de segunda.
Quizás por ello, justo después de excluir a los ateos (no hay de que asombrarse, en la Ilustración tampoco estaban muy bien vistos a pesar del clima de racionalismo y tolerancia) las Constituciones de Andersen postulan no sólo la tolerancia religiosa (lo que se tolera se considera un mal menor) sino también la libertad religiosa.
Ya en 1877 el G.·.O.·.D.·.F.·. aprueba, como cinco años antes había hecho el Gran Oriente de Bélgica, retirar cualquier alusión a dios y a la inmortalidad del alma en su Constitución y, a cambio, se puede leer: “a la Libertad absoluta de conciencia, considerando las concepciones metafísicas como del dominio exclusivo de la apreciación individual de sus miembros, rechazando toda afirmación dogmática”.
El que fue varias veces gran maestro del GODF y a la vez que Pastor y doctor en Teología protestante, Frederic Desmons, en una ponencia manifestaba: “Solicitamos la supresión de esta fórmula (la de eliminar la referencia a la existencia de Dios y la inmortalidad del alma) porque nos parece totalmente inútil y extraña a la Masonería. Cuando una sociedad de sabios se reúne para estudiar una cuestión científica, ¿se siente acaso obligada a poner en la base de sus estatutos una fórmula teológica cualquiera? Si estudian la ciencia independientemente de toda idea dogmática o religiosa, ¿no debe hacer la Masonería lo mismo?… De modo que la Masonería permanezca siendo lo que debe ser, es decir, una institución abierta a todo tipo de progreso, a todas las ideas morales y elevadas, a todas las aspiraciones amplias y liberales.”
Quizás, por su vocación de escuela de ciudadanos, la masonería centra buena parte de su atención en la educación (que a la vez es uno los principales puntos de desacuerdo entre la Iglesia y la Masonería).
En nuestro país, en la restauración, no fueron pocas las logias que defendieron el laicismo escolar y la libertad de cátedra. A su favor se pronuncia en 1887 el Gran Oriente Nacional de España. El Vizconde de Ros, invocando los acuerdos de Lausana de 1875 animaba a las logias de esta obediencia a defender una enseñanza laica. El mismo camino seguía el Gran Oriente Español, que además no reconocía en la investigación científica más autoridad que la Razón. Las mismas posturas, con más o menos vehemencia, se pueden encontrar en el Gran Consejo General Ibérico, la Gran Logia Simbólica Regional Catalana y otras muchas obediencias (se calculan en aquel entonces casi medio centenar).
Ya en el siglo XX encontramos a hermanos masones como destacadas personalidades de la vida política republicana que se afanaron aún más que sus hermanos decimonónicos en la defensa de la enseñanza laica.
Las logias reflejan las diversas tendencias en el laicismo que hay también en el mundo profano.
Un número no desdeñable de hermanos defendía un laicismo como el que defendían Unamuno o la Institución Libre de Enseñanza; para ellos la enseñanza debía sustraerse de la influencia de la Iglesia y las órdenes religiosas, pero no podía desatender la instrucción religiosa. En cuanto al contenido de dicha instrucción, pasan por diversas soluciones, desde el estudio de las religiones comparadas a una suerte de deísmo o sincretismo religioso.
Otro sector masónico era partidario de excluir de la educación toda enseñanza religiosa, aunque sin que eso significara mostrar en las aulas animadversión hacia alguna religión en particular. Esta postura fue defendida, entre otros, por el hermano Pestalozzi. La defendió también el Gran Consejo Federal Simbólico del Gran Oriente Español cuando elevó la petición al ministro de Instrucción pública para el establecimiento de la Escuela Única
En la posición más extrema encontramos la que, al considerar el fenómeno religioso como alienante, trataba no solo de expulsarlo de las aulas, sino de apartar a los niños-futuros ciudadanos-de él. Tal postura fue defendida por Francesc Ferrer i Guardia, artífice de La Escuela Moderna.
Finalmente, no encuentro mejor forma de terminar que citar un artículo escrito por Moisés Agreda Fuchs para la Asociación Europa Laica: La Masonería, con idealismo crítico kantiano, ha luchado siempre por el advenimiento de una sociedad más justa y más humana, más fraterna e igualitaria. Y ningún instrumento mejor y más vital que el laicismo para que el valor inapreciable de la tolerancia se desarrolle a favor de todos los hombres y su destino, cualesquiera que sean sus creencias, su raza y su nacionalidad.